miércoles, 28 de abril de 2010

Lejos




Permitidme hoy, por ser una fecha de ésas que se celebran, que me sumerja en la melancolía. La que te pinta una gran sonrisa en la cara mientras el corazón se encoge y el alma se inunda.
Los que tenéis un hijo sabéis de lo que hablo.
Hace ocho años esperaba en un paritorio noticias del quirófano contiguo, presa del miedo y los nervios. Allá al fín entró un señor todo de blanco con un niño en brazos. Lo llevó hasta los bañales que había en la esquina más cercana a mí y con la despreocupación de la costumbre lavaba al niño como si de un producto a exponer se tratara. Un par de inyecciones en los muslos, el succionador por la boca y las narices...Listo.
Yo no sabía ni que hacer mientras veía todo éso. Sí que pensaba en besarlo y abrazarlo todo lo tiernamente que pudiera para borrarle de la memoria aquellos primeros minutos de vida. Tan como la vida.
...Listo. Y me lo entregó.
En mi caso lo primero que hice fué girarme hacia la doble puerta del paritorio. Allí estaban...todos, cerca de veinte personas. Será la primera vez que cuente que justo en ese momento deseé tener la cámara en las manos y sacarles una foto. La escena lo merecía de sobra. Pero fué sólo durante un par de segundos.
Lo demás podéis imaginarlo y luego multiplicarlo por cien mil. Cada vez que lo recuerdo es con la piel de gallina y un nudo en la garganta.
Voy intentando que el orgullo que por él siento sobrepase el miedo que algunas veces me entra cuando veo que se aleja. Que se alejará.